“Yo salí campeón del mundo en México el año que tú naciste”, dice Jorge Valdano. No lo pude ver, se excusa Rafa Nadal. Un exfutbolista, este desde hace décadas, legendario atacante argentino, entrevista a un extenista que todavía está probándose los trajes de la retirada: Rafael Nadal, 22 Grand Slam, 14 Roland Garros. Universo Valdano, el programa de Movistar, citó a público y a medios el pasado jueves día 20 en el Espacio Telefónica de la Gran Vía de Madrid. Cola para entrar, expectación eléctrica. Frío que pela en la calle, calorcito de tierra batida y sol de junio dentro.
Uno de los momentos más jugosos de la entrevista tiene que ver, hacia ahí lo lleva Valdano, con el arquetipo de Nadal, las características reduccionistas de su juego: el tipo entregado, sacrificado, luchador, corajudo, resistente y de psicología infernal para el adversario, un hombre fuerte como una roca. ¿Pero no es el tenis un exquisito deporte de calidad, uno que a veces una montaña de músculos resuelve, en el punto decisivo, con un delicadísimo golpe de muñeca? ¿No se ha sentido Nadal a veces, pregunta Valdano, un poco menos valorado por su tenis, por su calidad tenística? Nadal sonríe. Cita la frase, sin padre claro, de que el éxito es 99% de trabajo duro y un 1% de talento. Para afirmar que él ha trabajado muy duro, ha entrenado muy duro, ha hecho enormes esfuerzos, pero eso que ha hecho él, lo puede hacer otro.
Contaba José Luis Cuerda una historia que viene al caso. Un día una mujer, señalando a César González Ruano, le preguntó a su pareja qué hacía aquel hombre allí todas las noches. “Escribir”, respondió él. “Anda, ¿y de eso se vive?”. “Mujer, si de eso se viviese escribiríamos todos”.
Básicamente algo así defiende Nadal en la entrevista. Produce una cierta impresión ver a uno de los mejores tenistas de la historia defender su calidad, su talento natural. Pero Valdano tiene razón. Hay una estrechito imaginario de luces parpadeantes en el que se ha establecido la idea de que Nadal es un gran atleta. Que en lugar de jugar con una raqueta juega con una barra de pan. “Puedes entrenar todas las horas que quieras, pero si el drive no va donde tú quieres… No puedes mantenerte en el más alto nivel sin calidad tenística, es algo obvio”. Y sin el azar, dice: sin que la naturaleza te premie con un determinado físico o con unas determinadas características.
Y defiende, Nadal en modo Rafa, un fuerte discurso: Manacor, los amigos de siempre, los vecinos de toda la vida, aquello que le aferra a un sitio que no amenaza con cegarle como las luces de Nueva York, Mónaco o Shanghái, donde a Nadal le conoce todo el mundo. En Manacor también, pero tanto que es uno más. “Yo siempre vuelvo a casa”, bebe un sorbo de agua y carraspea. Y abunda: le ha ayudado haber nacido en un pueblo pequeño, y dentro de una isla. Porque la vida allí, cuenta, “no va tan deprisa”.
“Yo no he hecho grandes sacrificios”, dice, “lo que he hecho ha sido grandes esfuerzos. No me he obsesionado. He sido un competidor, y cuando no pude competir al nivel que yo entendía que debía competir, me fui. A mí me gustaba lo que hacía. No me retiré por estar cansado de lo que estaba haciendo ni por estar sin la motivación necesaria. Me retiré porque el cuerpo pues no me daba para más. Pero yo seguía siendo feliz haciendo lo que hacía”.
El tenis, cuenta Nadal, es un deporte de repetición. “En el fútbol puedes hacer una genialidad en todo el partido, no volver a hacer nada y haber resuelto el partido”, dice. En el tenis, si haces tres genialidades, puedes perder un juego.